lunes, 21 de enero de 2008

Necedad y negación




Sus ojos eran incapaces de transmitir nada.

Simplemente podías mirarlo, fijar tu mirada con la suya y esperar, eterna espera. Sólo lograrías percibir una extraña tensión, fruto de temores fundados en prejuicios. Nada más.

Y nada menos.

La convivencia trae aparejada la familiaridad con la que se puede aceptar a alguien, aunque siempre supieras que sostener esa mirada por demasiado tiempo no era posible. Aún así, ajeno a los agoreros pronósticos, voces siempre dispuestas a juicios infundados, condenatorios de antemano; decidí que podrías convivir.

Siempre ajeno, siempre ausente, dos solitarios, solos entre muchos, inmersos en la ciénaga de sus pensamientos, siempre al acecho, con su esencia latente.

El tiempo pasó, guiándonos a la única certeza, irremediable, como su paso; y seguiste aquí, participándonos de tu presencia, excluyéndonos de tu existencia.

Pudiste engañarnos a todos y tal vez el embuste no fue tuyo, a veces la negación toma rumbos impensados. Nada parecía indicar que serías consecuente con quienes te apuntaban con sus gestos reprobatorios, con sus palabras de odio e ignorancia.

Y ahí seguiste, impasible, en tu rincón de soledades elegidas, con tu mirada fría y vacía. Y el temor latente...

La necedad fue la llave de los cerrojos de la confianza. Esa necedad, negación de la realidad, antítesis de toda razón, fue la que permitió espantar el temor.

Un error imperdonable.

Lo comprendí esa tarde en que te encontré, sentado, impávido, silencioso con tus ojos fríos observándome. A tus pies, los restos inertes de tu víctima, pagando con su vida credulidades ajenas. Justo la más débil, justo la más indefensa, consecuente con tu naturaleza.

Y ahora, con el recuerdo permanente del hedor de la muerte puedo comprender que no se puede traicionar la propia esencia, ese reducto infranqueble, íntimo tesoro que muestra quienes somos realmente.

Las bestias siempre serán bestias, los crédulos siempre creerán.



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